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jueves, 22 de octubre de 2009

¿Y cuándo se nos perdió la vida?

“¿Qué estamos haciendo aquí?”, se preguntaba Nicolás Montero, reconocido actor de televisión y antropólogo, “pues viviendo, nos estamos moviendo”. Su llamado era a enamorarnos de la vida, a no dejar que nos aplaste el peso de la cotidianidad. “Consumidos por el hábito”, decía sobre lo que hemos sido. Su propuesta es recobrar el valor de la vida en todos sus sentidos.

El hecho ocurrió el pasado 21 de octubre en ‘Vivir Bueno en Medellín’, una iniciativa de CLICK Afecta tu mundo, del CINEP Programa por la Paz, Universidad EAFIT, Visionarios y la Alcaldía de Medellín. Parte del evento, un conversatorio, la otra, una acción colectiva llamada ‘Encontrémonos para cuidar la vida’ donde se promovía el encuentro y la conversación como acción concreta para construir convivencia y reconstruir seguridad ciudadana, a través de la demarcación del espacio para el encuentro con cintas y huellas. “Estamos ritualizando los espacios de encuentro”, decía Montero.

En el conversatorio participaron Alonso Salazar, alcalde de la ciudad; Salomón Kalmanovitz, reconocido economista; Nicolás Montero, actor, antropólogo y futuro político; Claudia Serna, rectora del colegio Creadores de Futuro; y Jorge Giraldo, decano de la escuela de Ciencias y Humanidades de la Universidad Eafit, como moderador. La idea central: la posibilidad de construir ciudad a partir de relaciones de convivencia. Así, partiendo de refranes populares como “el vivo vive del bobo”, “a papaya puesta, papaya partida”, y “una golondrina no hace verano”, la búsqueda de salidas a una realidad cultural violenta fue el trabajo de todos los asistentes.

Hace algunos siglos, y a veces pasa en estos días, los pensadores disputaban la vida desde dos bandos: soñadores y nostálgicos. Cual disputa política, la madurez trajo el peso de la realidad: el presente es definitivo y es lo único que tenemos. En la vida cotidiana somos lo que somos, si de ella no resulta nada bueno, mucho menos traerá el futuro. Colombia se dañó en algún momento. El daño más reciente parece haber sido por allá en los años cincuentas, aunque la semilla alguien la había sembrado varios años antes. El profesor Kalmanovitz, aún después de sus investigaciones, todavía se pregunta en qué momento se dañó esto. En todo caso, decía Salazar, el narcotráfico empató la cosa unos 30 años después, nos volvió el lío en un asunto cultural profundo, ya no asociado a las creencias políticas e ideológicas, sino metido allá donde están los valores que mueven el actuar diario.

No sé en qué bando estarían los pensadores de aquellos días de daños. Tal vez el imaginario colectivo era nostálgico, amante de tradiciones y realidades de antaño. Arrieros y mulas, días en que bastaba la palabra y la honradez era nuestra carta de presentación. Pero mientras tanto, el presente transcurría en pobreza, ignorancia y deseos de certezas inmediatas y evidentes que nos arrebataban la posibilidad de construir futuro a punta de presente. Rechazando lo que teníamos, nos lanzamos a la búsqueda de un futuro de ensueño, retratado en lo que veíamos en pancartas, noticias y telenovelas. Y así hemos crecido. No obstante, el llamado del Alcalde era a buscar nuevas fascinaciones: “si no hay disfrute de lo más inmediato [y cotidiano], no lo habrá de lo más elaborado”. Por eso para cualquier hombre de clase, de futuro promisorio y oportunidades por doquier, es tan fácil recurrir a atajos y volteretas para saciar los ánimos de más.

¿Qué hago entonces yo, un estudiante más de universidad, 21 años, de muchos sueños, pocos éxitos y todo por hacer? “Lo que está a nuestro alcance”, diría Montero, “una sociedad que le encanta conversar, por ejemplo, ¿por qué no hacer algo ahí?”. Y es que “todos tenemos la oportunidad de educar”, dijo Claudia, “todos somos maestros porque el conocimiento, la educación y los hábitos son cotidianos”. Es una invitación a la reflexión sobre lo que todo el tiempo está pasando.

Es que si no nos lo preguntamos, dejamos que la vida se nos esfume. Por ejemplo, de acuerdo a las cifras que daba Salomón, antes de los años 50’s, las tasas de homicidios en Colombia no pasaban de 8 personas por cada 100,000 habitantes. Eso fue subiendo y por los 90’s llegó a 300 y tantas por cada 100,000 habitantes, en Medellín. Seguramente el Estado no hizo presencia, pero la (i)responsabilidad de la sociedad al violar poco a poco los acuerdos tácitos de convivencia, esos que se viven día a día, llegó a costarnos casi toda una generación de jóvenes.

En todo caso, el asunto es tan bobo y tan obvio que nos pasa por enfrente y ni nos damos cuenta. Lo que con facilidad se expone encuentra una pared en cada uno. Jorge Giraldo lo ponía como que “toda persona tiene algo qué hacer al respecto, que la sociedad en que vivimos sea mejor y que el Estado también sea mejor”. Pero somos expertos en confiarnos de la obviedad y con el descuido se nos pasa el detalle: yo desde aquí ejerzo y creo cultura. Debemos ser concientes minuto a minuto de quiénes somos y cómo nos estamos formando. “Cultura es algo que se debe asumir continuamente, el sitio, el momento, el tiempo en el cuál yo me defino permanentemente”, de acuerdo a Montero. ¿Qué tan fácil será entonces hacerle click a todo el cuento?



lunes, 4 de mayo de 2009

El Palacio de los Cachivaches

Por Ricardo Zapata Lopera

Septiembre de 2008

Don Eduardo tiene a su mano todas las solteritas que quiera, pero confiesa que no se come ninguna. A sus clientes le encantan porque son originales, pareciera que tuvieran personalidad propia. Él mismo las hace, dice que tiene en el garaje de su casa tres ollas de 60 libras para hacer la crema y varios moldes para las galletas. “Si viera el amor con que las hago”, me dice, pero sólo veo el amor con que las sirve, la punta del iceberg de lo que es su rutina diaria, sin embargo, cosa suficiente para darse cuenta del sentimiento que hay detrás de su trabajo. Y la gente pareciera notarlo, casi todo el que pasa lo conoce, ciertamente es alguien con una gran tacto para las personas. “Don Eduardo, esto”, “don Eduardo, aquello”, “esa crema tan deliciosa que usted hace”, le dicen, lo saludan, se despiden. Los ingredientes de las solteritas, harina, dulce y agua, producen sus encantos.

Eduardo Santo es un barranquillero que después de un largo recorrido por Venezuela y Estados Unidos terminó viviendo en Envigado. De sus 58 años, 11 los ha dedicado a trabajar haciendo y vendiendo obleas y solteritas. Su puesto de trabajo es un pequeño carrito ambulante de madera en el parque de Envigado, cerca de la Iglesia de Santa Gertrudis y del Banco Santander de la esquina cruzando la calle. De todos los puestos ambulantes de comidas el suyo es probablemente el más limpio. Dice “Eduardoño, el rey de las obleas”, está pintado de blanco, los cortes de la madera son muy pulidos y tiene unos cajones abajo para el dinero, algunos tarros y las cosas que necesita para pasar la tarde. Las obleas y las solteritas se sirven sobre un vidrio. En él tiene todos los ingredientes perfecta y funcionalmente ordenados. A su izquierda está la coca con arequipe, al fondo otra llena de obleas. En la mitad tiene salsa de mora, lecherita, crema de leche, queso rallado y chispitas dulces. A su derecha están las solteritas y la crema en un pote redondo y grande. Hay un espacio vacío entre él y las salsas que le sirve para preparar las cosas.

La primera vez que lo conocí casualmente estaba buscando historias que me revelaran algo sobre este valle. Me dije a mi mismo que podía empezar por saborearme mi tierra y una solterita parecía la mejor opción. “Solteritas a mil”. Me impresionó lo sistemático que fue para ponerle crema. Después me di cuenta de que siempre las untaba de la misma forma y con la misma cantidad.

Mientras comía, don Eduardo estuvo hablando con varias personas. Los comerciantes del parque se conocen y se colaboran. Las personas que pasan a diario por el lugar igualmente los conocen, son clientes y amigos. “Hay una nueva ley para los problema de pensión”, le contaba una mujer. “Vinieron del municipio disque a pedirme el recibo del impuesto. ¿Por allá no llegaron?”, decía después de que la mujer se había ido. “¡Pero la gente está jodiendo en forma!”, le respondió, quejándose, la chocoana del puesto de crispetas del frente.

Hubo ciertos problemas y don Eduardo se fue del lugar. Dejó su puesto sólo. Regresó después de unos minutos y fue a hacer unas llamadas en los teléfonos públicos que están detrás del carro de crispetas de la chocoana. Luego se volvió a ir. Pasaron los minutos. Ya en ese momento yo había sacado un libro de Pérez-Reverte, leí varios capítulos. Mientras tanto la vida en el parque continuaba: los jubilados de la tarde poco a poco se marchaban, el día se oscurecía y con él los colores chillones de las vestimentas de los jóvenes plagaban los rincones opacos de las calles envigadeñas, atrás pasaba un carro de publicidad con una modelo luciendo un pequeño traje de baño y una música electrónica a todo volumen, un pelado repetía “me colabora con galleticas”, pero nadie le compraba, su cara de angustia lo reflejaba y ya no sabía para donde coger. Ya de noche volvió don Eduardo.

Cuando entra la noche el parque evoluciona, las viejas generaciones se van a dormir y las nuevas llegan a descansar de la rutina de la tarde. Se sientan a hablar, comen de la chatarra que venden y toman algo en los bares de los alrededores. La cercanía y el tejido que se arma cuando hay muchos jubilados poco a poco de deshila, lentamente entran individuos autónomos, profesionales ocupados, gente más de esta época, y cualquier vendedor de galletas que nadie le compra se ve extraviado.

Aquella tarde que conocí a don Eduardo venía de caminar por las cercanías del parque. Estuve cerca de la plaza de mercado, el antiguo centro de encuentro de mercaderes y consumidores, restos de pueblo que todavía conserva Envigado, pero que desafortunadamente el 1 de mayo de 2008 se quemó por un corto circuito y más de la mitad de los locales resultaron afectados. Hoy, una porción de la plaza permanece funcionando, pero detrás de todos los locales hay un plástico grande que oculta un escenario desolador.

En la afueras de la plaza, dos cuadras al oriente del parque, hay dos portones que dan a la zona que resultó afectada. En uno de ellos cuelga una cartulina escrita a mano: “Cambio de cheques, Pedro Nel Sánchez, Salsamentería la 29”, en el otro todavía permanece la restricción de carga y descarga: “Sólo de 5am-12:30pm; 2pm-5pm”, pero ya no sirve de nada, los taxis bloquean el paso y a la carga de escombros no le preocupa ningún horario. Por dentro hay paredes raspadas, columnas desnudas, plásticos rasgados colgando de las varillas sueltas, sólo los restos de una historia compartida.

Las calles de sus alrededores están llenas de bares de tangos, fondas, billares, compraventas y restaurantes viejos. Entrar en ellos es como transportarse en el tiempo. La forma no demuestra su fondo. Quien viera las calles de su centro no creería que este es uno de los municipios con mayor calidad de vida en toda Colombia, tiene uno de los Índices de Desarrollo Humano más altos del país, no existen estratos 1 y la administración incluso anda buscando eliminar todos los estratos 2, además, las cosas le marchan tan bien, que sólo con 20% de los ingresos es capaz de funcionar, por lo que el 80% puede destinarlo a inversión social.

Pero este blanco también tiene su negro. Envigado por muchos años ha sido eje de varias de las actividades ilícitas que se mueven en el Valle de Aburrá y en Colombia. Así es como este pequeño municipio, en sus 78km2 de territorio, ha albergado nombres como Daniel Alejandro Serna, alias Kéner, Gustavo Upegui López, Daniel Alberto Mejía, Carlos Mario Aguilar, alias Rogelio, Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, y el famoso Pablo Escobar Gaviria. Detrás de estos personajes hay organizaciones como el cartel de Medellín y la famosa Oficina de Envigado.

La Redacción Judicial de El Espectador escribía el 27 de julio de 2008: “la historia de la macabra Oficina de Envigado se remonta a más de 20 años atrás. Este municipio fue el fortín del capo de capos Pablo Escobar Gaviria, quien a partir de 1983, cuando estalló la guerra contra el Estado, organizó un esquema clandestino para cobrar ‘tributos’ a todos los negocios informales o ilícitos de varios municipios del Valle de Aburrá. Los expendios de droga, las empresas de chance, las organizaciones de vigilancia privada, la economía derivada de actividades ilícitas, la prostitución y el comercio ilegal de gasolina, todos aportaban al cartel de Medellín…Pero a [la muerte de Pablo Escobar], alguien tenía que quedar al frente del negocio ilícito, y el hombre fue Don Berna, y la estructura para sostener el poder económico era la Oficina de Envigado. Esta última siguió siendo la fuente financiera del narcotráfico, la casa matriz de las extorsiones, los asesinatos y los controles al mundo informal del Valle de Aburrá”.

“Esto por aquí es muy calmado, la gente es muy tranquila”, confiesa don Eduardo, aún después de vivir 15 años en Envigado. Pareciera que ni las bandas, ni la Oficina, ni la violencia tocaran a la gente del común. “Sí, es verdad que hay cosas raras por ahí, pero no todos andan en eso. La gente normal es tranquilita”. Él está contento, vive una vida con sus propias luchas y sus propios éxitos.

Su familia es uno de los más grandes orgullos que tiene. Su esposa trabaja en el Hospital Manuel Uribe Ángel y algunos días le toca trasnochar muy duro, pero le gusta el trabajo. El hijo mayor ya terminó negocios internacionales, trabaja en una empresa multinacional y está estudiando una maestría en una de las mejores universidades de Medellín. Tiene una hija que está en quinto semestre de negocios internacionales.

“A mí me tocó empezar sólo, yo me fui de la casa a los 16 años, no a vagar por ahí sino a terminar mi bachillerato y a trabajar. Solito me fui haciendo la vida, no tengo títulos pero siempre he creído que hay que hacer las cosas bien y con bien, y mantenerse alejado de lo malo”. Desde que tomó la vida en sus manos, don Eduardo ha sido una persona conservadora. Se ha atenido a lo que considera recto, no le gustan las cosas artificiales ni lo anti-natural. En algún momento dos mujeres le compraron unas obleas. “Esas dos son lesbianas”, me dijo cuando se habían ido, “a mí eso como que no…usted sabe, lo que no es natural no me cuadra. Por ejemplo, esas cirugías no me agradan. O qué me dice del condón, cuando se usa no es lo mismo, porque no es natural. Las cosas son como son, por algo están hechas así”.

Nuestra conversación tiene fondo musical. Desde que empezamos a hablar la iglesia expedía sus ecos religiosos. Una anciana rezaba el Rosario con la musicalidad propia de quien lo ha hecho por años y los feligreses respondían como un coro seco pero firme. Luego era la radio del vendedor de atrás quien nos imponía el ritmo, sólo que esta vez uno distorsionado, con sabor a tangos y rancheras viejas, como el que se oye en los billares llenos de jubilados, los portales del tiempo. Pero a las 7:30pm él ya se va y nos deja a la merced del bullicio del parque y de la música seca de los bares de los alrededores.

“La música es de esas cosas que más me gustan. Sobre todo la viejita: Nino Bravo, Javier Solís, Jorge Negrete… ¿conoce al gigante de la canción? Nelson Ned, ah, ¡me encanta! También Nelson Enrique, Corralito Ochoa, Alfredo Gutiérrez, Lisandro Mesa, todos esos son muy buenos. En mi casa tengo colección, pero de los Long Play, los grandes, y tengo un tocadiscos para oírlos”. La música es una de sus grandes pasiones y una de sus grandes nostalgias. “Yo viví en Nueva York a principios de los ochentas. En esa época se bailaba mucha salsa. Yo acostumbraba a bailar mucho porque entre latinos uno no se aburre, así digan que por allá es muy frio”.

Después de un tiempo solo en Estados Unidos, trabajando para sostener a su familia que vivía en Colombia, don Eduardo regresó al país. Terminó viviendo en Envigado porque la familia de su esposa es paisa y poco a poco se fue mudando a la ciudad. Probablemente vieron lo que alguna vez vio el filósofo de Otra Parte en sus contemplaciones por las calles y quebradas del pueblo de aquel entonces: “Lo mejor del Valle del río Aburrá, para el alma pasional, la mente y el espíritu, es Envigado, porque es un descanso que va formando suavemente la cordillera de ancha presencia de Las Palmas, al descender hasta el mirador sobre el valle del río, al Oeste, en donde están las Hermanas y las fincas y casonas de los Boteros y de los Jaramillos”.

A los jubilados le gusta pasar sus tardes por el parque; leen, hacen chistes, juegan interminables carambolas, comentan de política, de lo mal que va el país, de las nuevas generaciones, recuerdan sus viejos tiempos. El parque es suyo por unas horas y no dejan pasar ningún día para aprovecharlo.

Los jóvenes y algunos viejos se toman no sólo el parque sino todo el centro por las noches, especialmente los fines de semana. La rumba cada vez es más fuerte, más fina. Ya hay una calle, detrás del edificio de la alcaldía, que algunos llaman la zona rosa. Algunos de los que frecuentan esos lugares y algunos dueños de esos locales son partes de esa red de narcotráfico y crimen que se mueve por debajo, ya sin cabecillas visibles, pero que cada vez pareciera ser más grande.

La gente todavía se pasea por la calles sin miedos. Algunos dicen que es la mafia quien no deja que roben ni pase nada, otros le dan el mérito a la policía, al tránsito y a las instituciones. Algo pasa en esta ciudad, algo hace que sea “el mejor vividero de Colombia”, como dicen sus habitantes.

Don Eduardo por las mañanas prepara todos sus productos: solteritas, la crema y el arequipe para la obleas. Vende al por mayor en algunos locales de la plaza de mercado y a otros clientes. En las tardes se va a vender al parque. Cuando termina camina a su casa a cuatro cuadras del lugar, goza de una historia construida con trabajo y honradez. Su rostro no oculta el orgullo de sentir que hizo las cosas bien, mientras poco a poco se construye su palacio con los cachivaches que la vida le arroja, cosas que para el alma propia son pilares del sentido verdadero.

martes, 7 de abril de 2009

De cómo perdimos un pueblo y la conquista: historia de una raza errante (tercera parte)

Por Ricardo Zapata Lopera

De colonos a refugiados

Don Álvaro reflexiona en cómo el pasado pudo traernos este presente. “El centralismo. Los dirigentes políticos han sido muy egoístas. Aquí se generan muchos recursos, pero la inmensa mayoría de esa plata, de esos recursos, los utilizan en la misma ciudad. Los vuelven cemento, los recursos los vuelven cemento, y hacen de esta ciudad un espejismo, una cosa maravillosa. Eso se lo proyectan a la gente de los campos y de los pueblos. Entonces, a la par que se va desarrollando la ciudad, se va desmejorando el nivel de vida en los campos y la gente se siente presionada, como le están mostrando esta fantasía de ciudad, que allá por lo menos vendiendo confites uno consigue la comida, nos metemos en cualquier parte. Qué tal, aquí estamos aguantando hambre, ¡vámonos pa allá!

“Y llegan y se meten en casas de cartón y se van a vender confites en los buses, a pedir limosna o a sobrevivir de cualquier manera. Abandonan el pueblo. Es por la imagen que le están presentando a la gente de que esto es la solución a todo lo malo, o sea que aquí se vive muy bueno, que en la ciudad todo el mundo vive bien. Pero eso son mentiras.

“También la falta de oportunidades y la falta de educación. Todo el mundo en los pueblos siempre desea, cuando ya la familia está crecidita, vámonos pa Medellín pa poder educar a los hijos. Entonces claro, es todo el mundo echando pa acá.

“A la provincia la abandonaron. Antes en vez de darles recursos se los quitan. ¿Cómo se enriquecen las Empresas Públicas de Medellín? Con los recursos de los municipios. El agua no se produce aquí en Medellín, eso viene de los pueblos. Y no le retribuyen a los pueblos todos esos recursos que le están quitando.

“Por falta de oportunidades también algunos se han unido a los grupos armados. De la mala situación económica que se está viviendo en los pueblos, los grupos armados aprovechan para ilusionar a los muchachos y meterlos en la violencia. Los ilusionan con dinero, con salarios, con supuestas buenas condiciones”.

Pero reitera que el centralismo es raíz de los descuidos del campo. “El mayor centralismo se sabe que es Bogotá. En segundo nivel, el de las ciudades, caso concreto, Medellín. Y si usted va a los municipios también abandonan las veredas. Las administraciones municipales destinan los mayores recursos es para las vías del municipio, para el acueducto del municipio, que todos los servicios del municipio. Y las veredas y los corregimientos los mantienen abandonados. Entonces es una secuencia.

“En las veredas hay que dar educación, crear colegios. La parte fundamental del desarrollo de una sociedad es la educación. Si la sociedad no está bien educada permanecerá en la ignorancia y será más fácil para la gente egoísta dominarlos. Una persona ignorante se manipula muy fácil”.

Mi abuela estuvo rodeada de todos estos factores: la falta de educación, la falta de oportunidades, la pobreza y el centralismo. Según la historiadora Mary Roldán, en épocas de La Violencia, “[la violencia] también se volvió un poderoso medio por el cual las localidades que se sentían abandonadas por su partido o por el gobierno hacían sentir su oposición a lo que percibían como el sacrificio de sus intereses por parte de caciques que pactaban entre sí a puerta cerrada en Medellín, sin que necesariamente tomaran en cuenta los deseos o preocupaciones de sus partidarios pueblerinos”. Y desde el campo lo que percibió mi abuela fue que “los políticos del campo confiaban mucho en los de la ciudad, esperaban mucho de ellos en La Violencia y no recibieron nada”.

Las medidas que adoptaron los dirigentes desde las ciudades parece que no tenían sintonía con las peticiones de las localidades. El directorio conservador del municipio de Heliconia al suroeste de Medellín diría en pleno gobierno de Laureano Gómez cuando exigió un cambio de alcalde y no les prestaron atención: “no por esto dejaremos de ser conservadores, pero sí nos damos cabal cuenta de la inutilidad de nuestros servicios, pues solo somos autómatas para mover un electorado a las urnas y luego nuestras peticiones son hechadas al olvido”.

Por eso el ambiente político en el momento era tenso. En Guasabra había que mantenerse con una credencial conservadora. No todo el mundo era digno de confianza y había que cuidar mucho las amistades. Al abuelo Alfredo casi lo logran convencer de quedarse a luchar, pero una nota de mi abuela lo hizo arrepentirse. Simplemente decía que él de alguna forma tenía que responder por la familia.

Dice mi abuela que el gobierno de Laureano Gómez fue terrible. Sus recuerdos de lo que pasaba no son muy exactos, pero las vivencias arrojaron un sentimiento: “los políticos no hacen nada por el pueblo, los políticos buscan es su conveniencia”.

Por lo que cuenta mi tío Oziel, el papá de mi abuela, Maximiliano Zapata, era un hombre muy rico. “Rico de campo, con muchas tierras, cultivos, ganados. Además era pintoresco y le gustaban las leyes. Era muy estudioso, un autodidacta, con la plata que tenía se compraba los códigos y se los estudiaba. Ayudaba a la gente cuando tenía líos legales, defendía al pueblo. Aparte de los curas, era el único que sabía y no era ignorante. Además era liberal”. Ante una iglesia conservadora, le tocaba defender su posición. “Decían que era comunista. El padre Manuelito Restrepo Bran escribió cosas muy malas de él. Ahora la familia Bran tiene el libro del padre guardado porque dice cosas muy malas, muy inexactas. Pero en ese entonces los curas eran la última palabra”.

Maximiliano murió antes de La Violencia, pero de la herencia que le dejó a su familia liberal, mucha parte se perdió en ese entonces. Hoy todo pertenece, por la vía de hecho, a guerrilleros de las FARC. Es probable que los problemas familiares por cuestiones políticas hayan marcado la postura de mi abuela frente a la política. “Uno a lo último estaba en el campo y poco sabía de las cosas. Será por política y los malos entendimientos entre políticos”, decía.

Sin embargo, no son precisamente malos entendimientos entre políticos los causantes del conflicto, pero sobre todo los malos entendimientos entre quienes tienen poder económico, legal o ilegal. Es por eso que muchos expertos coinciden hoy en día que el desplazamiento y la gran movilización de los residentes del campo ha sido primordialmente una cuestión económica. Esto, producto en parte del centralismo estatal y social, la falta de conexión campo-ciudad, que hace ver las decisiones económicas cual si se tratara de un juego de ajedrez.

“Hay una gran pelea por la tierra productiva. El desplazamiento se da en zonas estratégicas para la movilización o tierras fértiles aptas para diversos cultivos. Este último es el caso de los macro proyectos productivos como la palma africana o el biodiesel. Para llevarlos a cabo ha sido necesario desplazar a la gente”, cuenta Libia Posada, artista e invitada a la exposición de Destierro y Reparación. Jesús Abad Colorado también dice al respecto: “el desplazamiento forzado se ha convertido en una estrategia para asegurar el control de territorios ricos en biodiversidad, recursos mineros, petroleros o para los cultivos de uso ilícito”.

De acuerdo a la investigación de Corporación Región con motivo del programa Destierro y Reparación, en el contexto económico del conflicto se distinguen varias problemáticas. La primera tiene que ver con las obras de infraestructura y los requerimientos de la globalización. Hidroeléctricas como Pescadero-Ituango en Antioquia, el canal interoceánico en el Chocó (en la desembocadura del río Atrato hasta Riosucio), carreteras como la troncal de los llanos y la vía Urabá-Maracaibo, son ejemplos.

A esto se le suma la deforestación y el ánimo de desarrollo de las industrias madereras y de palma africana en el Chocó y Urabá. La mayoría de las actividades de estas industrias se ha realizado en territorios colectivos de las comunidades negras o en zonas declaradas reservas naturales (como en el caso de Maderas del Darién que “explota principalmente en la cuenca del río Cacarica, declarada en 1983 por la UNESCO patrimonio de la humanidad y reserva de la biosfera” de acuerdo al sociólogo Alfredo Molano).

También se dan casos como el de Carimagua, que en nombre de un modelo de desarrollo que muchos cuestionaron (senadores como Cecilia López o Jorge Robledo, por citar algunos) porque desconocía el valor de los pequeños propietarios, se pretendía asignarle tierras de desplazados a grandes inversionistas.

Por detrás de todo esto, y con cifras menos precisas, se dan también los efectos del paramilitarismo y el narcotráfico, al cual guerrilla, paramilitares y delincuentes comunes están ligados. La búsqueda de tierras aptas para cultivos de uso ilícito, su transporte y procesamiento; tierras con posiciones estratégicas para movimientos de alimentos, armas y hombres; e incluso de tierras en zonas ganaderas y de agricultura comunes; ha sido causante de “una contrarreforma agraria con la compra de las mejores tierras del país (un 48 %, mientras que el 68 % de los propietarios o pequeños campesinos sólo poseen el 5,2 % del área)”.

Y podemos recordar otros hechos puntuales. La justicia norteamericana determinó que la multinacional Chiquita Brands financió el paramilitarismo en Urabá entre 1996 y 2007. En la vereda La Pola en Chivolo, Magdalena, los paramilitares de 'Jorge 40' obligaron a salir a campesinos de sus tierras (1,129 hectáreas) para llenarlas de ganado y montar su centro de operaciones, según lo realtó El Tiempo el 12 de noviembre de 2008. O hace más de 60 años cuando las petroleras extranjeras desalojaron y arrinconaron a la población nativa para explotar la región del Catatumbo.

Pareciera que el problema es de tierras. De acuerdo a Oziel, Guasabra está en pleno corredor para la movilización de diversos frentes de las FARC. Para no pasar por las inhóspitas selvas del Chocó, y llegar así a la región de Urabá, es necesario atravesar por Urrao, Caicedo y de paso Guasabra. “Todo eso está sembrado, pero los trabajadores son todos guerrilleros”. Y es que los guerrilleros no comen de los cultivos ilícitos. “Yo por allá no puedo subir. La última vez que fui fue en 1999, pero nos tocó salir volados de allá. Sólo van unas viejitas en el puente del 6 de enero a llevar regalitos y platica a los niños. Yo por supuesto mando alguito”.

La misma colonia de Guasabra, un grupo de gente de la zona que hoy vive en Medellín, no puede volver. “A la colonia la amenazaron con que no volvieran por allá”, dice mi abuela. “El padre dijo que no, que si tenían alguna cosa para darles que él bajaba hasta Antioquia por ella. Cada año es que van hasta Antioquia y les llevan regalitos, pero ya no tantos. La gente allá arriba se animaba y la gente recibía con una alegría y cantaban, les palmoteaban y quemaban pólvora y todo los de allá eran muy contentos. A la guerrilla como que no le gustaba”.

Y por estar metidos en tierras un bando del conflicto, el contrario, los paramilitares, han hostigado desde la cabecera municipal a la gente que se acerca. Ese es el caso de William, hijo de Juan, hermano difunto de mi abuela. Oziel cuenta que “le dio por montar una tienda por allá, y por supuesto sólo le compraba la guerrilla. Le estaba yendo bien y los paramilitares le advirtieron que no la siguiera surtiendo porque estaba colaborando con las FARC. Él de testarudo siguió y un primero de mayo, hace como cuatro años, nos dimos cuenta que andaba desaparecido. Lo cogieron por Santa Fe de Antioquia con una hija”. Sólo se supo que sus documentos de identidad estaban en la estación de policía del pueblo.

“Hasta que no se resuelva el problema de la tenencia de la tierra nunca habrá paz en Colombia”, sentencia Oziel.

Don Álvaro, por otro lado, enfrentado a un antioqueño paradojal, del que sale lo mejor y a veces lo peor, afirma: “la raíz de toda la violencia en este país es la injusticia social. Mientras unos pocos quieran apoderarse de todo, aquí no va a haber paz. Un pueblo con hambre siempre va a ser violento. El hambre produce violencia. A uno le da hambre y se le daña el genio, pierde la tranquilidad. Eso a nivel general se traduce en un pueblo incontrolable. Lo primero que se tiene que dar es solucionar ese problema de la desigualdad”.

Mi abuela, recordando que fue campesina, dice que “la gente que ha vivido en los pueblos toda la vida no sabe lo que pasa en el campo. Creen que se vienen porque es mejor. Eso no es así, se vienen es por necesidad”.

Cada vez es más paradójica la realidad, pues de un campo del que toca huir por necesidad, brotan las más grandes ambiciones.

La investigación de Destierro y Reparación cita: “En Colombia la no resolución histórica del problema agrario ha implicado mayor concentración de la propiedad y su aprovechamiento como un factor especulativo acumulador y apropiador de rentas en lugar de ser un bien de producción o de inversión, su utilización ineficiente (tierras de uso agrícola en ganaderías extensivas o tierras de vocación forestal en ganadería); altos índices de pobreza rural muy superiores a los existentes en sectores urbanos; institucionalidad ineficiente y caótica; destrucción acelerada de los recursos naturales y poca participación de los pobladores rurales en los sistemas de decisión que afectan sus modos de vida (Machado, 2001: 113)”.

Después de todo, parece que por eso don Álvaro insiste con los arrieros, es la verraquera que necesitamos.

Yo que nací altivo y libre
sobre una sierra antioqueña,
llevo el hierro entre las manos
porque en el cuello me pesa.

E.M.

miércoles, 1 de abril de 2009

De cómo perdimos un pueblo y la conquista: historia de una raza errante (segunda parte)

Por Ricardo Zapata Lopera

En mula por Antioquia y de vuelta a Medellín

Cuando en el siglo XIX, principalmente, muchos campesinos pobres asentados en las cercanías de El Valle de Aburrá y en tierras del valle de Rionegro decidieron salir en busca de oportunidades, emprendieron una epopeya que sería recordada como la Colonización Antioqueña, un proceso multiforme, con matices claros y oscuros, enmarcado por una actitud emprendedora, por un espíritu aventurero y unas ganas de salir adelante y conseguir riquezas, pero también por violencia física, favoritismos políticos, intriga, sobornos y ambiciones político-económicas.

Los actuales departamentos de Antioquia, Caldas, Quindío, Risaralda y parte del Tolima, Valle del Cauca y tierras lindantes, fueron habitados por unos personajes muy particulares, que poco a poco fueron constituyendo un mito, alimentado por las dificultades del terreno y por la capacidad de sobreponerse a ellas. “Sonsón y Abejorral en el sur, Fredonia en el oeste, fueron los sitios estratégicos para el avance de los zapadores hacia los actuales Caldas y Tolima, y al poniente, cruzando el Río Cauca, hacia el occidente de Antioquia”, diría James Parsons.

Hoy, cuando vemos masas de personas regresando a las ciudades y descolonizando el campo, parece paradójico que en algún momento sus ancestros salieron con ánimos de libertad a esas tierras al las que pocos quieren regresar.

Por eso, el trabajo de Álvaro Fernández para muchos parece perder validez cuando es un pasado de injusticias el que nos trae el presente, pero su visión y energía se han enfocado en recoger los frutos de tiempos de esfuerzos, cuando a punta de trabajo, verraquera y comunidad, el paisa forjó su leyenda.

Hoy su propósito es uno sólo: rescatar los valores paisas. Para él los arrieros, los tiempos épicos de Antioquia, son un recuerdo que no puede ser olvidado. “Todos los valores, las virtudes, la enseñanzas, todo lo bueno de los ancestros viene de los arrieros. Así que la arriería es el origen de la antioqueñidad. Nosotros nos creemos muy verracos y muy guapos y todo. Ese orgullo viene es de esos hombres, los verdaderos héroes de Antioquia”.

Don Álvaro nació en Ciudad Bolívar, “en San Gregorio, una escuela de arrieros. La mayor actividad que se desarrolla es la caficultura, pero como es un pueblo casi inaccesible porque está por allá arriba, todo se mueve a lomo de mula. Todos los días usted ve recuas de mulas de arriba pa bajo, es una cosa bonita”. Por cuestiones de La Violencia, a los siete años salieron para Medellín y después terminó viviendo en Cisneros donde se educó y pasó su niñez y juventud. “Luego ya tomé la decisión de ponerme a andar en plan de trabajo, de rebusque, de sobrevivir. Yo me considero de todo Antioquia”.

Ha sido artesano, comerciante, profesor, dibujante, pintor, poeta y escritor. Su trabajo es investigar. Es historiador empírico. “Llevo 5 años consecutivos dedicados a la investigación de la historia de la arriería, del ferrocarril, ya he publicado cuatro libros. A la par con la investigación y con los libros, pinto al óleo y dibujo en plumilla.

“La historia de la arriería es una historia perdida, es una historia que no se había escrito. Uno encuentra muy poquitico de la arriería en bibliotecas y librerías. Mucho folklorismo paisa sí se encuentra, pero una historia seria y concreta sobre lo que fue la arriería es muy difícil. Porque es que imagínese cuanta historia y cuantas cosas bonitas no se vivieron en las fondas, y habían fondas por todas partes, por todos los caminos y todas las regiones de Antioquia, y allá era donde se hacía la historia, donde se hacían lo negocios, donde se hacían las fiestas, donde se encontraba la gente, donde se hacían o se construían las costumbres. Esa historia nadie la escribió. Por tradición oral la gente ha oído, pero precisamente como no hay una constancia física de esa historia es que la gente ha perdido identidad. Y llegan otras culturas extranjeras, contaminan la cultura nuestra y se va perdiendo la identidad paisa. La gente se va olvidando de sus raíces. Entonces yo estoy tratando de aportar como un granito de arena. Buscar y buscar y reseñar. Tratar de que no se pierda la historia, porque si se pierde la historia de la arriería, se van perdiendo los valores y se va volviendo un desorden esta sociedad.

“Yo me recorrí todas las bibliotecas de Medellín y fue mínima la parte que encontré. ¿Qué me tocó hacer? Hombre, yo conozco la región del suroeste, yo he caminado mucho por allá. Allá tiene que estar la solución a esto. Hay que ir a buscar los sobrevivientes de esa historia. Entonces comencé a buscar gente veterana, ahí es donde encuentra uno la fuente de la información, en los que fueron arrieros, ya retirados. He encontrado gente de 90 años que me ha contado historias de arrieros. Más o menos tenía indicios de dónde podía encontrar a esa gente y me fui a buscarlos. Con base en eso ya hice un libro que se llama Historias de la Arriería en Antioquia.

“El arriero se hace desde niño. Por lo general se aprende del papá. Va de generación en generación. El arriero tiene que ir aprendiendo poco a poco todos los pasos, secretos, trucos y cosas que tiene la arriería. En un principio el arriero se llama sangrero, que es el ayudante. Le toca ayudar a enjalmar, cuidar las bestias, estar pendiente de la comida del arriero. Cosas que no son tan fundamentales dentro del oficio, pero ahí va aprendiendo. Ya después con la experiencia se va volviendo un experto hasta que logra independizarse en el oficio y es considerado como un verdadero arriero.

“Ellos son jornaleros. Trabajan en fincas al servicio de patrones. Pero la arriería ha sido un oficio que le da la oportunidad a la persona de independizarse y de hacerse rico. Es como una empresa. Es como una empresa de transportes. Miremos hoy en día, por ejemplo, una persona que puede empezar manejando un taxi. Y si es un hombre bien juicioso, le va bien y tiene suerte, le va a alcanzar su platica para comprarse un taxi. Y con base en eso va creciendo y a través del trabajo y el tiempo se va a conseguir sus cinco, seis, ocho, diez taxis. Eso ha pasado en la arriería. Ha habido arrieros que han llegado a ser tan ricos o más ricos que el mismo gobierno. Como la historia de Pepe Sierra. Pepe Sierra fue un arriero, trabajó muchos años en la arriería. Pero el hombre con su trajín, con su trabajo, con su ambición y sus cosas llegó a tener tanta plata que le prestaba al gobierno. Hay una avenida en Bogotá que se llama Avenida Pepe Sierra, en honor a ese arriero de Girardota. En su tiempo fue el más rico de Colombia”.

Pero los arrieros no son una raza olvidada, a pesar de los nuevos medios de transporte y los adelantos tecnológicos, todavía hoy existen. “En Ciudad Bolívar hay muchos arrieros. Son paisas en cuanto a sus costumbres, no han perdido mucho la identidad. En cuanto a su modo de trabajar, de vestirse, de comportarse, igual, es gente campesina, gente humilde y tan trabajadora como siempre. Básicamente el arriero arriero no ha perdido su identidad. Se viste prácticamente como hace 80 o 100 años, con ropa de dril, ropa fina. Lo único que ha cambiado es el calzado. El arriero nunca se ponía alpargatas, trabajaba descalzo, sólo se ponía calzado cuando entraba al pueblo para estar bien presentado ante el patrón o ante las muchachas. Ahora los arrieros trabajan es con botas pantaneras. Hay algunos pocos viejos que todavía lo hacen descalzos.

“Esos viejos conservan su modo de ser así espontáneo, son accesibles, son sencillos y son auténticos antioqueños paisas. No les falta el carriel. Arriero que se respete tiene que tener el carriel.

“Incluso en la actualidad hay mujeres que viven de la arriería. Hay un evento importante que se hace el mes de mayo que se llama Arrieros Somos. En el de este año, dentro de 300 arrieros, había unas seis o siete mujeres arrieras, que viven de eso y que desarrollan la actividad como cualquier hombre. Y se queda uno admirado, no son cualquier rejo de vieja, son mujeres maquilladas y bien presentadas, muy femeninas. Y cargan bultos y alzan carga en las mulas, ¡muy verracas!”. Arrieros Somos es un programa que busca la reconciliación de la ciudad con el campo, y la solidaridad con los desplazadas que se encuentran en Medellín. En todas las mulas que llegan, vienen bultos de alimentos para las familias desplazadas. Es el campo socorriendo a la ciudad.

El arriero fue una persona que marcó el destino de Antioquia. En su identidad, como lo escribe Eduardo Santa en Arrieros y Fundadores, impuso un ejemplo. “El arriero era un hombre honorable por excelencia. A él podían confiársele cargamentos de oro en polvo con la seguridad de que llegaban a su destino sin merma ni menoscabo. No había necesidad, como hoy en día, de contrato escrito ni de estipulaciones de ninguna índole. Su estampa varonil, orgullo legítimo de la raza, es todo un medallón. El arriero es hombre fuerte, estoico y tenaz, y forma con la mula una maravillosa cohesión de progreso”.

Su palabra dio ejemplo a muchos antioqueños. Muchos hoy recuerdan el gran valor de la palabra. Uno de ellos es Hernán Macías, un tinterillo de las calles de Medellín que hacía memoria de los viejos tiempos. “Las personas se respetaban mutuamente. Había mucha palabra… la palabra. Hoy en día el valor de la palabra se perdió. Antes la palabra era la que decía la persona: hombre yo te vendo esta casa, después hacemos las escrituras. Era tan delicada la cuestión que por ejemplo decirle hijueputa a una persona costaba la muerte. Eso le valía la muerte a una persona. Entonces decirle hijueputa a un viejo, ahí mismo sacaba el machete y se agarraba con el otro en un pañuelo, las famosas peleas, el que se matara primero. Entonces era muy delicado. La palabra madre valía mucho. Hoy en día le dicen a uno hijueputa y no le para uno ni bolas, porque eso hasta en canciones viene”.

“La arriería sí fue como la parte más importante dentro del desarrollo de Antioquia, de su progreso”, prosigue don Álvaro. “A raíz de esto también se impulsó la colonización. La colonización la hicieron fueron arrieros, arrieros con ganas de conocer otras tierras de conocer otros espacios, de abrir nuevos horizontes. Ellos se sintieron impulsados a emigrar a otras ‘tierras prometidas’ y ahí fue cuando empezó la colonización”.

Manuel Mejía Vallejo cuenta de los arrieros en La tierra éramos nosotros. “A estos héroes anónimos únicamente los reemplazan robles. Y cada uno que se ve en la cumbre, solitario ante su grandeza, es el rastro vigilante de los forjadores de esta raza resuelta. En cada picacho de la cordillera vibra un espíritu con un hacha, y en cada vuelta de la montaña una voz rebelde arde al viento, victoriosa. Los aserradores, entre la selva oscura, forman parte de la misma selva. Los arrieros contra acémilas y caminos aman su oficio de la andante arriería, el suelo natal y los senderos hacia lo desconocido”. “La epopeya del hacha”, como Santa diría de la Colonización.

Ante un pasado tan glorioso y legendario, vuelve la pregunta: ¿de qué manera pasamos del hacha a la escopeta? ¿Cómo llegamos de colonizar y ser una tierra de propietarios a regresar sin un centavo a las ciudades? Lo primero que debe decirse es que la Colonización Antioqueña también vivió sus conflictos. No fue tan gloriosa como cuentan los mitos. Las riñas entre colonos y terratenientes fueron comunes. Los campesinos pobres, arrieros y emprendedores que salieron a conquistar tierras solitarias se vieron en conflicto con señores ricos que llegaban después de un tiempo reclamando legítimo derecho sobre esas tierras, frutos de concesiones dictadas por los gobiernos centrales. La tierra es para quien la trabaja, decían algunos, pero muchas veces la realidad fue otra.

En el 2006 los datos de la Conferencia Episcopal de Colombia y el Codhes revelaban a Antioquia como el principal departamento expulsor de población: “Antioquia presenta 18 municipios expulsores dentro de los primeros 50 del país y 6 dentro de los primeros 10. Los casos más relevantes corresponden a Peque con la expulsión de aproximadamente el 77% de su población en 2001, Buriticá, Yondó, Alejandría, Cocorná y San Francisco, con porcentajes de expulsión en el rango comprendido entre el 45% y el 48% de su población (Conferencia Episcopal de Colombia-Codhes, 2006, p. 36)”, de acuerdo a Ana María Jaramillo en el informe final de Destierro y Reparación.

miércoles, 25 de marzo de 2009

De cómo perdimos un pueblo y la conquista: historia de una raza errante (primera parte)

Por Ricardo Zapata Lopera

Al parecer esa tierra había sido maldita por un cura que no salió bien para’o de por allá, entonces no fue del todo necesaria la violencia para sacar a la mayoría. La tierra se resquebrajó y tumbó casi todo el pueblo, sólo salió bien librada la capilla. “Guasabra era un pueblo en que habían muchas casitas, pero todas pues muy, pero muy ordinaritas. Sí habían unas casas buenas, pero otras no. Pero eso, yo no sé qué pasó, ahí pasó algo y eso se fue como yendo, como yendo a pedazos. Porque iban a hacer una iglesia y fueron los ingenieros, hicieron una zanja y al otro día amaneció llena. Dijeron ‘no, aquí no se puede hacer nada’. Ah, había hasta una plantica de luz eléctrica”.

El trasegar de mi abuela parece olvidarse mientras los años han pasado y las cosas sólo han empeorado. Su historia de desplazamiento, repetida en más de tres millones de colombianos, cada vez está más condenada a confundirse con la cotidianidad del país, pero el desarraigo, producto del tener que irse, no deja de marcarla y dolerle al día de hoy.

Ana Josefa Zapata Bran, para mí la Abuelita Ana, para otros doña Ana y para sus hijos cariñosamente “Vieja”. Desde que tengo uso de razón ella se ve igual: pequeña, de paso lento y voz paradójica, ronca y dulce. Cabello canoso y unos anteojos que profundizan su mirar. Por cataratas y glaucoma su visión ha empeorado mucho y perdió la vista por un ojo. Ello le ha causado varios accidentes, entre otros, una ruptura de cadera que casi la deja sin caminar. Ha sobrevivido también a un cáncer de matriz. Hoy, de verla en su habitación, sentada en su cama, mirando los partidos de fútbol o tejiendo, es difícil imaginar por lo que ha pasado.

La familia de mi padre viene de una vereda de Santa Fe de Antioquia llamada Guasabra. Según los censos poblacionales del municipio, hoy viven 147 personas en aquellas tierras. Por los testimonios de los familiares, esa zona está plagada de guerrilla. Tal como lo que cuenta mi abuela, el progreso ha sido al revés: antes había un pueblo, con papeles y todo. Llegó a ser tan concurrido que hasta había ferias de ganado. Pero por amenazas de la guerrilla, todo tuvieron que llevárselo a la cabecera municipal.

“Habían unos señores que tenían plata, pero todos quedaron pobres. Don Juan, que lo llamaban el papá de los pobres, el día que se murió, cayó un rayo en la plantica que había ahí y se acabó.

“Nosotros vivíamos del café. Mi papá había sembrado mucho café. El café tenía buen precio. La Federación de Cafeteros ayudaba mucho, ayudó pa ponerle agua hasta Laureles y pa traerla como hasta Indro, y toda esa montaña que era seca, todo ese camino, quedó con agua.

“La escuela, cuando yo estaba en la escuela, teníamos que ir por agua por allá abajo, abajo. Nos decía la maestra, ‘lávense los pies, no vuelvan con esos pies sucios’, y, o había pantano, o había polvo, entonces, cuando uno volvía a llegar a la escuela estaba lo mismo. No, tenía que ir uno muy muy lejos. Mi mamá me decía, ‘no, pídale una vasillita a la profesora y usted toma agua y le trae un poquito de agua a ella’.

“Para el agua que se traía por allá, no habían de estas cosas que hay ahora, todo eran calabazas. Le daban a uno un calabacito y uno traía un calabazaito de agua y se lo agradecían a uno. Eso se le sacaba la fruta, se le echaba arena y se sacudía. Varías veces se le hacía eso. Luego se ponía a secar y quedaba duro, duro.

“En el colegio no era integrado. Lunes, miércoles y viernes iban los hombres; y martes, jueves y sábado iban las mujeres. Era escuela pues como integrada pero no junta. Después construyeron pues una escuela y entonces nos nombraron un maestro, y ya habían pues las dos escuelas. La de los niños tenía como 50 niños, y las niñas eran más, eran como 60. Pero venían de muy lejos, de veredas muy lejos.

“Esa escuela de allá se acabó porque eso lo trasladaron. En vista de que eso se estaban hundiendo las casas entonces ahí fue donde lo pasaron para otra parte que se llama Laureles. Hubo muchos problemas y después llegó la guerrilla y selló. La persecución política.

“En unos pueblos perseguían a los liberales, en otros pueblos perseguían a los conservadores, y así pasamos. En la tierra de nosotros perseguían a los liberales. Venían unos guerrilleros, una guerrilla que había por allá en Urrao y un día pasaron por ahí cerquita y todo lo que encontraron, todo lo que había lo mataron. La gente corría, pero ese día los cogieron a todos así desprevistos. Ese día fue el día que nosotros nos vinimos. Estuvimos por aquí cuatro meses y después nos regresamos. Estuvimos un año y al año nos volvimos. Ya no encontramos como modo de vivir”.

“Ese día dijeron que a todos los liberales los iban a matar. Los abuelos, los tíos, la familia de mi mamá, toda era liberal. En Guasabra perseguían a los liberales. Nosotros salimos a las 6 de la tarde en dos bestias, decían que ya venía la chusma. Fue un día tan impactante que es el único recuerdo que tengo del Guasabra de ese entonces”, relata Oziel, mi tío, que tenía cinco años cuando les tocó volarse del pueblo. “Después de eso las tierras que habían entre Guasabra y Caicedo se perdieron, las cogió una familia muy conservadora que nos amenazaba si nos acercábamos. Quedaron unas por el otro lado, como hacia Nurqui, se las repartieron entre los hermanos y a nosotros nos quedaron como seis cuadras”.

La familia después de huir y vivir cuatro meses en Bello regresó puesto que las cosas se habían mejorado. Las bandas de guerrilleros, la chusma, había mermado considerablemente su actividad ya que el General Gustavo Rojas Pinilla había dado un indulto. La Violencia así llegaba a su fin, sin embargo, el campo ya no era el mismo.

“Ya no encontramos como modo de vivir en el campo”, continúa mi abuela. “Yo por allá mantenía mis costuritas, cosía a la gente, Alfredo (el abuelo) arreglaba zapatos, hacía esas sandalias, le compraban mucho. Pero después ya la gente no tenía con qué. Fue un año de mucha incertidumbre. Mi anhelo era vivir donde yo pudiera educar mis hijos. Como Abel, el hermano mayor de Alfredo, vivía por aquí y ya trabajaba en Fabricato, entonces ya nos animamos.

“Empezamos la vida aquí…como desplazados. ¡Nosotros somos desplazados porque a nosotros nos desplazó la guerra! Que nosotros no nos vinimos a decir que nos mantuviera el gobierno, y que el gobierno por qué no nos da. Nosotros vinimos fue a trabajar. Fue mucha la gente que se vino”.

Esta historia, el desplazamiento, el regreso, la falta de oportunidades y de garantías en el campo, el segundo desplazamiento no forzado mas casi obligado, marcaron la vida de esta familia los siguientes 30 años. Vendrían días de escasez, de trabajo en condiciones radicalmente distintas al campo, de tragedias familiares y de triunfos individuales.

Trato así de mirar con objetividad las cosas, pero no logro apartarme de ellas. Y digo con pena y con dolor que puedo ser el principal personaje de esta historia.

Yo, como muchos de mis familiares, nunca quisimos saber, o más bien nunca nos interesó hacerlo. Soy el personaje principal porque en Colombia cumplo el papel de quien avala que esto ocurra, quien no le ha interesado conocer qué pasa y qué ha pasado. Quien no se entera de dónde viene y por tanto no sabe a dónde va. Ese que no ha querido preguntar. Soy ese que no quiere saber cuánto pudieron haber costado los bananos que se come o la carne de res que compra o la madera fina que utiliza en sus muebles. Soy ese que se avergüenza de que sus raíces sean del monte, montañeras. Soy ese que, como diría William Ospina, confunde las causas de las cosas con las condiciones que las hacen posibles.

Jesús Abad Colorado, periodista y fotógrafo que ha documentado extensamente el conflicto armado colombiano y sus secuelas en la gente, dice que “la expansión de este fenómeno [del desarraigo], la afectación de diversos grupos de población, (…) no es lo suficientemente reconocido en toda su dimensión e implicaciones por el Estado ni por la sociedad”. Colombia se ha hecho la de la vista gorda cuando en el nombre del progreso se ha desplazado a personas.

Las implicaciones sociales del desplazamiento son preocupantes. Sólo en Antioquia 386,755 personas han sido desplazadas entre 1997 y 2008. Según el informe de investigación de Destierro y Reparación de Corporación Región, “la afectación de los proyectos de vida, desarticulación de las redes sociales, desmejoramiento de las condiciones de bienestar, sentimientos de miedo e incertidumbre, caracterizan la experiencia de desarraigo”. Es imposible generalizar, sin embargo, esto sí puede considerarse, en mayor o menor media, un común denominador de esas 387 mil historias.

Las cifras de aquel entonces son inexactas, pero algunos expertos creen que entre 2 y 2,2 millones de personas se vieron obligadas a emigrar de sus tierras entre 1951 y 1964. A partir de la década de 1960 la población urbana tuvo un repunte considerable y la distribución poblacional del país cambio por completo. El 61% de los desplazados de aquel entonces llegaron a las ciudades grandes y algunas intermedias. De acuerdo con Ana María Jaramillo, una de las investigadoras de Corporación Región para Destierro y Reparación, “los más afectados con la pérdida de sus tierras fueron minifundistas, aparceros y arrendatarios que perdieron sus cosechas y caficultores empobrecidos. Las ciudades cumplieron un papel clave como lugar de refugio para aquellas personas y familias que llegaron en busca de protección y con la expectativa de un mejoramiento de sus condiciones de vida”.

“Aquí en Medellín en ese tiempo vivía uno tranquilo, pero sí se fue agotando mucho el trabajo, porque siempre fue mucha la gente que se vino. Nosotros no cogimos para otro lado porque a mí no me gustaba. A Alfredo si le decían que se fuera, pero el proyecto mío era de que mis hijos estudiaran. Estando en la ciudad de alguna manera estudiaban. Y así fue. Hoy en día todos son profesionales. Mis nietos casi todos son profesionales. Cumplieron mis deseos. Pero sí le tocaba a uno sufrir mucho. Siempre le falta a uno mucho. En el campo no le cuesta la luz ni le cuesta el agua”, cuenta mi abuela.

Pese a que la familia al salir de Guasabra pudo vender las tierras que tenía, las condiciones no fueron las mismas, sino que la ciudad, la concentración de personas, la poca disponibilidad de servicios de salud y el desligue del entorno natural, resultaron en grandes complicaciones.

“Cuando llegamos a Medellín había nacido Oziel, Lucelly y Alonso”, proseguía mi abuela. “Pero Alonso se murió de 15 meses. Gilberto que seguía a Lucelly también se murió aquí, pero cuando estuvimos en los cuatro meses primero. Le dio una infección intestinal de tomar aguas infectadas por allá en Antioquia. Ya cuando nos vinimos le dio la infección. Y Alonso también. Como por allá las aguas son muy malas, sobre todo la que se toma en Santa Fe de Antioquia, no tanto la de las montañas. Como la que se toma en Antioquia la cogían del Río Tonusco, y el Río Tonusco viene de esas montañas donde mataban a las personas y las tiraban al río. De esa agua tomaban todas las personas, los niños. Casi todos los que vinieron de las montañas con sus niños, se le murieron. Personas que se le murieron cuatro, cinco, seis niños”.

“Esos dos niños se murieron de hambre, de pura desnutrición. Cuando vinimos la primera vez no había con qué comer. Como nos tocó salir volados, llegamos a aguantar hambre. Alonso sí lo mató fue un gusano Santamaría. Él ya venía mal, pero cuando nos volvimos, gateando como a los 15 meses, porque de la desnutrición ni podía caminar, se comió un gusano, que es algo muy normal en el campo, y le destrozó los intestinos”, cuenta Oziel.

“Misael (el papá de mi abuelo) había comprado una casita por el puente de Playa Rica [en Bello] y llegamos allá. Ya cuando Alfredo estaba trabajando nos fuimos. Cerquita a Paraíso en Bello un señor como que era dueño de todo eso y vendía lotecitos. Entonces Alfredo compró uno, muy cerquita a la casa que era de Misael. Nos pasamos a una piececita. Había una cama aquí y otra allí y no había sino un espacio allí. Al lado de afuera le hizo una ramadita e hizo la cocina. Yo por la noche entraba todas las cositas para que no se las fueran a robar; el fogoncito, las ollitas. Ahí nos quedamos y él le construyó otra pieza. Le pusimos sala, la anterior la pusimos de cocina. Con el tiempo ya hizo otra pieza, los servicios, el lavadero y el solar.

“En el solar hizo un tanque del tamaño de una hoja de zinc. Primero teníamos que ir a lavar a la quebrada, pero era limpia. Como era tan escasa el agua le puso el tubo y lo mantenía abierto. Por la noche era que llegaba el agua. Una vez se fue el agua quince días y yo tuve con la del tanque. Hasta la gente iba a recoger a ese aljibe y llegaba la policía, y esas señoras insultaban, peleaban, daban golpes. Yo me levantaba a las dos de la mañana y hacía levantarse a Oziel y a Lucelly, les decía: ‘si se quieren bañar venga y levántense y luego se acuestan’. Llenábamos una caneca así grande. Y la gente que se mataba en ese aljibe. Es que no había otra agua por ahí. El municipio luego puso redes y yo dejaba eso abierto hasta que se llenaba el tanque. Teníamos marranos, había agua suficiente para mantenerlos aseaditos. Con eso nos ajustábamos. Por ahí cada tres meses estábamos vendiendo un marranito.

“A Alfredo le dio después por vender la casa. Compramos una por Paraíso, luego la vendió, la cambió por una finca, después cambió la finca por una casa en la Gran Avenida, después cambió la de la Gran Avenida por la del Barrio Central y allá vivimos tres años y ahí sí la vendió y ya estaba con sus embelecos y ya nos quedamos sin casa. Después de que él vendió eso vivimos en muchas casas arrendadas, yo ya ni me acuerdo en cuantas casas viví. No ve, fuimos a dar por allá a San Gabriel, por allá arriba, por allá casi al frente de San Antonio del Prado”.

Al igual que le pasó a mi abuelo Alfredo, la ciudad, los bares, los vicios, las prisas y la incertidumbre llenan de “embelecos” a muchos. Como dice Luigi Baquero, llegan los “desplazados a las ciudades, desorientados, perdidos, [y] se enfrentan con su pasado campesino a una realidad que no conocen”. Por eso el desarraigo no sólo se vive con el bolsillo y con el estómago, también es una ruptura con las raíces y con aquello que brinda identidad. En 1972 mi abuela y mi abuelo se divorciarían. Tuvieron que pasar años donde el trabajo duro, las ganas por salir adelante, por “sacar los muchachos adelante”, se mezclaron con la miseria, la pobreza y sus efectos.

viernes, 20 de febrero de 2009

Medellín, a ritmo de tinta

Por Ricardo Zapata
Octubre de 2008

Cuando el antiguo Palacio de Calibío albergaba a la Gobernación de Antioquia, el viejo Palacio Municipal era la sede de las dependencias de la Alcaldía, la Plaza de Mercado y sus linderos eran el centro de la actividad comercial de la ciudad y el Ferrocarril todavía llegaba a la Estación Medellín, don Hernán encontraba oficio como tinterillo en las afueras del Palacio Nacional, que todavía no impartía mercancías sino justicia. El papeleo de la burocracia era el negocio de estos ilustres personajes que aprovechaban las oportunidades que les brindaba el colosal sistema: documentos, cartas, denuncios, contratos, cartas de recomendación, renuncias, derechos de petición. “Antes se necesitaba más documentación, más papeleo. Necesitaba uno más fuerza física, mental”, dice Hernán de Jesús Macías Herrera, tinterillo y contador desde hace casi 40 años.

Los tinterillos o escribientes se sientan frente a una máquina de escribir a redactar documentos y cartas y a llenar formularios. Sobre un banquito o una mesita ponen sus aparatos, amarran una sombrilla para que no les pegue el sol ni la lluvia y mientras no les llegan clientes un dulceabrigo cubre los teclados para que no les entre polvo. El constante tic, tic, tic…slaaack…tic, tic, tic, marca la cotidianidad de sus vidas. A ritmo de letras contra papel han visto pasar la urbe, sus tragedias y victorias.


“Yo soy contador. Estoy acá más que todo por agradecimiento a la comunidad”, cuenta don Hernán. “La mayor satisfacción para mí es servirles socialmente a todas las personas que se acercan, compartir con ellos todos mis conocimientos y a la vez orientarlos”.

“Me encanta más el lugar donde me hice como persona, donde me capacité, donde soy lo que soy en este momento académicamente. Eso por este trabajito. Me encanta más trabajar aquí donde siempre me ha conocido la gente. Antes de ser contador ya trabajaba acá. Primero fui contador general, cuando no existía la contaduría pública, fui graduado en el año 1966 de la Escuela Remington de Comercio, que es la pionera de la contabilidad”.

Frente a su máquina de escribir pasa la mayor parte del día. Comparte el Pasaje Peatonal Calibío, justo debajo del Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, frente a la Plaza de Botero, con otros 16 compañeros. Entre local y local se sientan y esperan mientras pasa la gente que camina por la ciudad, unos con papeles y sobres de manila bajo el brazo, otros empujando cochecitos de bebé llenos de termos con tinto, algunos otros ejecutivos de traje, y otros con costales al hombro y harapos sucios de estar todo el día tirados en la calle. Pasa la señora que vende “tomada de presión”, pasa el muchacho que reparte volantes para bajar de peso, pasa el jubilado que deambula sin destino, pasa el trabajador que carga bultos de mercancías, pasan las señoras elegantes y las no tan elegantes, pasa el vendedor de libros que grita “le vale sólo dos mil el libro, para que el niño aprenda a leer, escribir y colorear”, pasa el loco sin dientes que canta desafinado con una guitarra desafinada; y a cada uno de estos pasos que pasa no deja de mezclársele el paso de tinta y letras.

Hoy, cuando el paso peatonal es ineludible desde Calibío hasta Carabobo con San Juan, parece extraño pensar que aquellas pisadas eran riesgosas hace menos de 10 años pues era paso de automóviles. “El centro de la ciudad es de las personas. Me parece muy bueno lo que hicieron con Carabobo, que ahora sea peatonal. Con el fin de que las personas se sientan más tranquilas caminando, que no tengan miedo como antes de que ahí viene un carro. El que pasaba por Carabobo, no, que ahí viene un carro, ridículo, y ahora sí es de las personas“, recuerda Hernán.

A dos locales de distancia Carlos Alberto declara con fervor: “Que se vayan los carros del Centro”. Él ha sido tinterillo por 35 años y con computador es quien más ha modernizado la profesión. Tiene también una máquina de escribir para cuando necesita llenar algún formulario, pero casi no la usa. Es también partidario de las reformas que ha sufrido aquel sector de centro.

El 30 de septiembre de 2005 transitaron los últimos carros por Carabobo en la zona que va desde la calle San Juan hasta la avenida De Greiff. Empezaba así la construcción del Pasaje Peatonal. Un año después, ya terminadas las obras, la Alcaldía manifestaba que “la obra del Paseo Peatonal de Carabobo es el símbolo de la recuperación y revitalización del Centro de Medellín. Abrir un espacio peatonal en esta vía tradicional del corazón de la ciudad, manda un mensaje acerca de la búsqueda de un Centro más equilibrado y más cómodo para todos los que caminan por sus calles”.

Es que ésta calle, de extremo a extremo, es el corazón artístico, cultural, histórico, científico, ecológico, académico, comercial, recreativo, administrativo y social de la ciudad. Empieza en uno de los sectores más deprimidos de la ciudad, Moravia, construido sobre el antiguo botadero de basuras, pero a la vez actor de esta revitalización; y llega hasta el puente de más vieja data en la ciudad, el Puente de Guayaquil, construido en 1879. Pasa por centros importantes para la ciudad como el Parque Norte, el Parque Explora, el Jardín Botánico, el Parque de los Deseos, el Hospital San Vicente de Paúl, la Facultad de Medicina y la Sede de Investigación Universitaria de la Universidad de Antioquia, la Plazoleta de las Esculturas de Botero, el Museo de Antioquia, el Palacio de la Cultura, el Palacio Nacional, la Carrera 52, los edificios Vásquez y Carré, la Plaza de Cisneros y finalmente la Estación Medellín del Ferrocarril de Antioquia.

Carlos Alberto de todos estos prefiere el Palacio Nacional. “Era mejor en Palacio que aquí. Nosotros allá trabajábamos muy sabroso. ¿Usted ha visto esos andenes? Ahí pasábamos muy bueno. Se necesitaba de mucho papeleo, declaración de renta especialmente. Por ahí está la Notaría 3, entonces eso había trabajito. Pero los jueces se fueron y los juzgados cerraron. Nos trasladaron a Bolívar. Nos sentimos desplazados por allá. Luego sí terminamos acá en Calibío, hace unos trece o catorce años”.

En tiempos de Palacio según los testimonios de varios tinterillos, el negocio era jugoso. Oscar Restrepo, de 64 años y tinterillo desde hace 40, ubicado en Carabobo frente a la Alpujarra, comenta que en un día fácil se ganaban de cuarenta a cien mil pesos. Hernán Macías decía al respecto: “Antes había muchas abundancias de dineros, con respecto a ahora. La diferencia es enorme. La economía era un poquito mejor que hoy. Si uno en esa época se ganaba por decir algo cinco mil pesos, era mucho dinero, y ahora ya es una minucia”. Y no sólo se trata de las grandes inflaciones que ha sufrido el país, especialmente en los años 80’s y 90’s, sino también porque se ha buscado eliminar trámites, hacerlos más sencillos o simplemente digitalizarlos.

“Yo crecí como contador general en las afueras del Palacio Nacional. En la época en que había mucho movimiento, pero bastante movimiento, mucha afluencia, en el año, más o menos, 1968. Había mucho movimiento, muchas declaraciones, muchas cositas que uno sabía hacer. El ambiente era formidable, muy buen compañerismo, una gran afluencia de público. Ha rebajado considerablemente, usted sabe que la tecnología todo lo va desplazando”, dice don Hernán.

Al igual que en los trámites, la profesión de contador se simplificó. “A nosotros nos tocó una época muy difícil cuando tocaba manejar todos los escritos, no en máquina, sino que manualmente. Tocaba llevar los libros de contabilidad a mano, lo que era más difícil. ¡Ahora todo es tan fácil! Ya nosotros no hacemos sino digitar. Antes teníamos que nombrar auxiliares, ya ahora ya no. Es tan fácil con el nuevo programa que uno digita, luego le ordena al computador y le realiza todos, todos los estados de un balance. Empezando por un balance y un PyG, hasta un flujo de caja en efectivo. Prográmelo, váyase a tomar tinto o aguardiente y eso lo hace“.

Hoy don Oscar se lamenta porque en los tiempos de bonanza no ahorró. “Medellín no se componía sino de bares. Esta cuadra eran puros bares, y ni se diga de la Bayadera…El alcohol, eso me mató a mí”. Carlos Alberto relata una historia similar: “Yo de joven quise estudiar derecho, pero hubo mucho derroche. Tenía una vida entregada al licor. También era drogadicto. Iba a Envigado y compraba pepas, en ese tiempo les decían rojas. En El Poblado compraba Vino Tres Patadas. Pero dejé todo eso”.

Oscar también dejó los vicios y a su familia le recomienda algo diferente. “Yo mando a mis hijos a al Parque Biblioteca España, vivo por Santo Domingo”. Está de acuerdo con que se necesita un cambio de ambiente para no verse envuelto en vicios: “Se necesitan bibliotecas como un putas”.

Hernán con el trabajo he sostenido a la familia. “Los tengo más o menos defendiéndose; casa propia, todo. Y trabajo muy tranquilamente. Tengo dos hijos. La hija mía ya terminó bachillerato, siguió una tecnología, está trabajando actualmente en el Éxito. El hijo si tiene 17 años y ya está que termina bachillerato, próximo a irse a Bogotá a trabajar. Le ofrecieron trabajar en una empresa, se lo van a llevar. Para mí es muy importante que ellos se capaciten, lo que uno siempre le dice a los hijos. Mire que hasta el ejemplo lo tienen en mí. A pesar de mi edad, me superé”. Su vida fue ejemplo de constancia y progreso. Tardó tiempo en marcar hitos importantes en su vida, sin embargo, como dice, a pesar de la edad, lo logró.

Acerca de una vieja Medellín que desde sus butacas han visto cómo se esfuma, algunas veces para bien, otras para mal, Carlos Alberto y don Hernán cuentan pequeños detalles. “En el centro antes atracaban más. Hoy son más astutos porque lo hacen sin violencia”, dice Alberto. Basta recordar a aquellos hombres que por un tiempo estuvieron laminando a elevados precios los documentos de identidad o que dicen encontrarse un fajo de billetes y quieren compartirlo con uno, prácticas comunes en los últimos años, especialmente en los alrededores del Parque Berrío y la Plaza de Botero. “Imagínese que antes de existir este parque, aquí había muertos. Muchas veces de noche lo podían matar a uno”, recuerda don Hernán del sector del antiguo Palacio de Calibío, y continúa con otros sitios: “Guayaquil era muy horrible. Allá si uno se alzaba un bulto de mercado, salía un momentico y lo bajaban con bulto de mercado y billetera. Tenía uno que ir custodiado por varias personas. Allá fue siempre así, peligroso, una zona bastante peligrosa”. Contrasta con la recuperación que ha sufrido luego del Pasaje Peatonal. “La Bayadera era un sitio de bares, era una parte supremamente peligrosísima. Ahora ya está convertida en algo industrial y comercial”.


“Anteriormente en Cisneros estaba la plaza de mercado. Desorden, mucha suciedad, un caldo de rateros, y mucho comercio, claro. Y existía el Hotel Santana. Ya está el Parque de las Luces. Y desapareció el ferrocarril, lo mejor que ha tenido Antioquia”. Don Hernán recuerda con cierta nostalgia “esos paseos tan buenos”, cuando se paraba en cada municipio y donde siempre había gente alegre. Oscar Restrepo era ot
ro de esos que se iba hasta Puerto Berrío en el tren: “ojalá lo vuelvan a colocar”.

Carlos Alberto mira tiempos más recientes que nadie sabe a ciencia cierta si han acabado. “En los tiempos de la mafia había mucha construcción, con eso sí que teníamos trabajo porque eso pedían y pedían licencias de construcción. Nos iba muy bien”. El poder económico de las mafias, especialmente del Cartel de Medellín, liderado por Pablo Escobar, llegaba a todas las instancias de la sociedad. Sin embargo, durante su ‘reinado’ la ciudad no tuvo mejoras considerables, por el contrario, pasó a ser una de las ciudades más peligrosas del mundo, y el tejido social de la ciudad, especialmente el del Centro, se resquebrajó totalmente. Fue apenas hasta finales de los años 90’s cuando se pudo pensar en revitalizar zonas estratégicas, como lo que se hizo con la donación de Fernando Botero y la creación de la Plazoleta de las Esculturas, pero después de un largo periodo de violencia y crisis social.

La banca donde Hernán Macías, Oscar Restrepo y Carlos Alberto esperan la llegada de sus clientes los ha hecho espectadores de una ciudad que se transforma. Han visto los tiempos duros y las mejoras, pero también han visto cómo la sociedad empeora. Carlos decía que hoy hay más vicios, siendo la vos de quien los ha probado casi todos. Por cuestiones de seguridad la gente antes no vivía la cultura como hoy lo hace, sin embargo, Hernán recuerda que sí se era más festivo. A pesar de ello, Oscar cree que con las bibliotecas basta, pues los bares le quitaron muchas oportunidades a él y a otros.

En ésta ciudad chiquita, donde ha sido fácil perder el recuerdo, quienes no lo han hecho sólo han tenido una ventaja más: no pasar por lo mismo que parece ocurrirnos siempre.