miércoles, 25 de marzo de 2009

De cómo perdimos un pueblo y la conquista: historia de una raza errante (primera parte)

Por Ricardo Zapata Lopera

Al parecer esa tierra había sido maldita por un cura que no salió bien para’o de por allá, entonces no fue del todo necesaria la violencia para sacar a la mayoría. La tierra se resquebrajó y tumbó casi todo el pueblo, sólo salió bien librada la capilla. “Guasabra era un pueblo en que habían muchas casitas, pero todas pues muy, pero muy ordinaritas. Sí habían unas casas buenas, pero otras no. Pero eso, yo no sé qué pasó, ahí pasó algo y eso se fue como yendo, como yendo a pedazos. Porque iban a hacer una iglesia y fueron los ingenieros, hicieron una zanja y al otro día amaneció llena. Dijeron ‘no, aquí no se puede hacer nada’. Ah, había hasta una plantica de luz eléctrica”.

El trasegar de mi abuela parece olvidarse mientras los años han pasado y las cosas sólo han empeorado. Su historia de desplazamiento, repetida en más de tres millones de colombianos, cada vez está más condenada a confundirse con la cotidianidad del país, pero el desarraigo, producto del tener que irse, no deja de marcarla y dolerle al día de hoy.

Ana Josefa Zapata Bran, para mí la Abuelita Ana, para otros doña Ana y para sus hijos cariñosamente “Vieja”. Desde que tengo uso de razón ella se ve igual: pequeña, de paso lento y voz paradójica, ronca y dulce. Cabello canoso y unos anteojos que profundizan su mirar. Por cataratas y glaucoma su visión ha empeorado mucho y perdió la vista por un ojo. Ello le ha causado varios accidentes, entre otros, una ruptura de cadera que casi la deja sin caminar. Ha sobrevivido también a un cáncer de matriz. Hoy, de verla en su habitación, sentada en su cama, mirando los partidos de fútbol o tejiendo, es difícil imaginar por lo que ha pasado.

La familia de mi padre viene de una vereda de Santa Fe de Antioquia llamada Guasabra. Según los censos poblacionales del municipio, hoy viven 147 personas en aquellas tierras. Por los testimonios de los familiares, esa zona está plagada de guerrilla. Tal como lo que cuenta mi abuela, el progreso ha sido al revés: antes había un pueblo, con papeles y todo. Llegó a ser tan concurrido que hasta había ferias de ganado. Pero por amenazas de la guerrilla, todo tuvieron que llevárselo a la cabecera municipal.

“Habían unos señores que tenían plata, pero todos quedaron pobres. Don Juan, que lo llamaban el papá de los pobres, el día que se murió, cayó un rayo en la plantica que había ahí y se acabó.

“Nosotros vivíamos del café. Mi papá había sembrado mucho café. El café tenía buen precio. La Federación de Cafeteros ayudaba mucho, ayudó pa ponerle agua hasta Laureles y pa traerla como hasta Indro, y toda esa montaña que era seca, todo ese camino, quedó con agua.

“La escuela, cuando yo estaba en la escuela, teníamos que ir por agua por allá abajo, abajo. Nos decía la maestra, ‘lávense los pies, no vuelvan con esos pies sucios’, y, o había pantano, o había polvo, entonces, cuando uno volvía a llegar a la escuela estaba lo mismo. No, tenía que ir uno muy muy lejos. Mi mamá me decía, ‘no, pídale una vasillita a la profesora y usted toma agua y le trae un poquito de agua a ella’.

“Para el agua que se traía por allá, no habían de estas cosas que hay ahora, todo eran calabazas. Le daban a uno un calabacito y uno traía un calabazaito de agua y se lo agradecían a uno. Eso se le sacaba la fruta, se le echaba arena y se sacudía. Varías veces se le hacía eso. Luego se ponía a secar y quedaba duro, duro.

“En el colegio no era integrado. Lunes, miércoles y viernes iban los hombres; y martes, jueves y sábado iban las mujeres. Era escuela pues como integrada pero no junta. Después construyeron pues una escuela y entonces nos nombraron un maestro, y ya habían pues las dos escuelas. La de los niños tenía como 50 niños, y las niñas eran más, eran como 60. Pero venían de muy lejos, de veredas muy lejos.

“Esa escuela de allá se acabó porque eso lo trasladaron. En vista de que eso se estaban hundiendo las casas entonces ahí fue donde lo pasaron para otra parte que se llama Laureles. Hubo muchos problemas y después llegó la guerrilla y selló. La persecución política.

“En unos pueblos perseguían a los liberales, en otros pueblos perseguían a los conservadores, y así pasamos. En la tierra de nosotros perseguían a los liberales. Venían unos guerrilleros, una guerrilla que había por allá en Urrao y un día pasaron por ahí cerquita y todo lo que encontraron, todo lo que había lo mataron. La gente corría, pero ese día los cogieron a todos así desprevistos. Ese día fue el día que nosotros nos vinimos. Estuvimos por aquí cuatro meses y después nos regresamos. Estuvimos un año y al año nos volvimos. Ya no encontramos como modo de vivir”.

“Ese día dijeron que a todos los liberales los iban a matar. Los abuelos, los tíos, la familia de mi mamá, toda era liberal. En Guasabra perseguían a los liberales. Nosotros salimos a las 6 de la tarde en dos bestias, decían que ya venía la chusma. Fue un día tan impactante que es el único recuerdo que tengo del Guasabra de ese entonces”, relata Oziel, mi tío, que tenía cinco años cuando les tocó volarse del pueblo. “Después de eso las tierras que habían entre Guasabra y Caicedo se perdieron, las cogió una familia muy conservadora que nos amenazaba si nos acercábamos. Quedaron unas por el otro lado, como hacia Nurqui, se las repartieron entre los hermanos y a nosotros nos quedaron como seis cuadras”.

La familia después de huir y vivir cuatro meses en Bello regresó puesto que las cosas se habían mejorado. Las bandas de guerrilleros, la chusma, había mermado considerablemente su actividad ya que el General Gustavo Rojas Pinilla había dado un indulto. La Violencia así llegaba a su fin, sin embargo, el campo ya no era el mismo.

“Ya no encontramos como modo de vivir en el campo”, continúa mi abuela. “Yo por allá mantenía mis costuritas, cosía a la gente, Alfredo (el abuelo) arreglaba zapatos, hacía esas sandalias, le compraban mucho. Pero después ya la gente no tenía con qué. Fue un año de mucha incertidumbre. Mi anhelo era vivir donde yo pudiera educar mis hijos. Como Abel, el hermano mayor de Alfredo, vivía por aquí y ya trabajaba en Fabricato, entonces ya nos animamos.

“Empezamos la vida aquí…como desplazados. ¡Nosotros somos desplazados porque a nosotros nos desplazó la guerra! Que nosotros no nos vinimos a decir que nos mantuviera el gobierno, y que el gobierno por qué no nos da. Nosotros vinimos fue a trabajar. Fue mucha la gente que se vino”.

Esta historia, el desplazamiento, el regreso, la falta de oportunidades y de garantías en el campo, el segundo desplazamiento no forzado mas casi obligado, marcaron la vida de esta familia los siguientes 30 años. Vendrían días de escasez, de trabajo en condiciones radicalmente distintas al campo, de tragedias familiares y de triunfos individuales.

Trato así de mirar con objetividad las cosas, pero no logro apartarme de ellas. Y digo con pena y con dolor que puedo ser el principal personaje de esta historia.

Yo, como muchos de mis familiares, nunca quisimos saber, o más bien nunca nos interesó hacerlo. Soy el personaje principal porque en Colombia cumplo el papel de quien avala que esto ocurra, quien no le ha interesado conocer qué pasa y qué ha pasado. Quien no se entera de dónde viene y por tanto no sabe a dónde va. Ese que no ha querido preguntar. Soy ese que no quiere saber cuánto pudieron haber costado los bananos que se come o la carne de res que compra o la madera fina que utiliza en sus muebles. Soy ese que se avergüenza de que sus raíces sean del monte, montañeras. Soy ese que, como diría William Ospina, confunde las causas de las cosas con las condiciones que las hacen posibles.

Jesús Abad Colorado, periodista y fotógrafo que ha documentado extensamente el conflicto armado colombiano y sus secuelas en la gente, dice que “la expansión de este fenómeno [del desarraigo], la afectación de diversos grupos de población, (…) no es lo suficientemente reconocido en toda su dimensión e implicaciones por el Estado ni por la sociedad”. Colombia se ha hecho la de la vista gorda cuando en el nombre del progreso se ha desplazado a personas.

Las implicaciones sociales del desplazamiento son preocupantes. Sólo en Antioquia 386,755 personas han sido desplazadas entre 1997 y 2008. Según el informe de investigación de Destierro y Reparación de Corporación Región, “la afectación de los proyectos de vida, desarticulación de las redes sociales, desmejoramiento de las condiciones de bienestar, sentimientos de miedo e incertidumbre, caracterizan la experiencia de desarraigo”. Es imposible generalizar, sin embargo, esto sí puede considerarse, en mayor o menor media, un común denominador de esas 387 mil historias.

Las cifras de aquel entonces son inexactas, pero algunos expertos creen que entre 2 y 2,2 millones de personas se vieron obligadas a emigrar de sus tierras entre 1951 y 1964. A partir de la década de 1960 la población urbana tuvo un repunte considerable y la distribución poblacional del país cambio por completo. El 61% de los desplazados de aquel entonces llegaron a las ciudades grandes y algunas intermedias. De acuerdo con Ana María Jaramillo, una de las investigadoras de Corporación Región para Destierro y Reparación, “los más afectados con la pérdida de sus tierras fueron minifundistas, aparceros y arrendatarios que perdieron sus cosechas y caficultores empobrecidos. Las ciudades cumplieron un papel clave como lugar de refugio para aquellas personas y familias que llegaron en busca de protección y con la expectativa de un mejoramiento de sus condiciones de vida”.

“Aquí en Medellín en ese tiempo vivía uno tranquilo, pero sí se fue agotando mucho el trabajo, porque siempre fue mucha la gente que se vino. Nosotros no cogimos para otro lado porque a mí no me gustaba. A Alfredo si le decían que se fuera, pero el proyecto mío era de que mis hijos estudiaran. Estando en la ciudad de alguna manera estudiaban. Y así fue. Hoy en día todos son profesionales. Mis nietos casi todos son profesionales. Cumplieron mis deseos. Pero sí le tocaba a uno sufrir mucho. Siempre le falta a uno mucho. En el campo no le cuesta la luz ni le cuesta el agua”, cuenta mi abuela.

Pese a que la familia al salir de Guasabra pudo vender las tierras que tenía, las condiciones no fueron las mismas, sino que la ciudad, la concentración de personas, la poca disponibilidad de servicios de salud y el desligue del entorno natural, resultaron en grandes complicaciones.

“Cuando llegamos a Medellín había nacido Oziel, Lucelly y Alonso”, proseguía mi abuela. “Pero Alonso se murió de 15 meses. Gilberto que seguía a Lucelly también se murió aquí, pero cuando estuvimos en los cuatro meses primero. Le dio una infección intestinal de tomar aguas infectadas por allá en Antioquia. Ya cuando nos vinimos le dio la infección. Y Alonso también. Como por allá las aguas son muy malas, sobre todo la que se toma en Santa Fe de Antioquia, no tanto la de las montañas. Como la que se toma en Antioquia la cogían del Río Tonusco, y el Río Tonusco viene de esas montañas donde mataban a las personas y las tiraban al río. De esa agua tomaban todas las personas, los niños. Casi todos los que vinieron de las montañas con sus niños, se le murieron. Personas que se le murieron cuatro, cinco, seis niños”.

“Esos dos niños se murieron de hambre, de pura desnutrición. Cuando vinimos la primera vez no había con qué comer. Como nos tocó salir volados, llegamos a aguantar hambre. Alonso sí lo mató fue un gusano Santamaría. Él ya venía mal, pero cuando nos volvimos, gateando como a los 15 meses, porque de la desnutrición ni podía caminar, se comió un gusano, que es algo muy normal en el campo, y le destrozó los intestinos”, cuenta Oziel.

“Misael (el papá de mi abuelo) había comprado una casita por el puente de Playa Rica [en Bello] y llegamos allá. Ya cuando Alfredo estaba trabajando nos fuimos. Cerquita a Paraíso en Bello un señor como que era dueño de todo eso y vendía lotecitos. Entonces Alfredo compró uno, muy cerquita a la casa que era de Misael. Nos pasamos a una piececita. Había una cama aquí y otra allí y no había sino un espacio allí. Al lado de afuera le hizo una ramadita e hizo la cocina. Yo por la noche entraba todas las cositas para que no se las fueran a robar; el fogoncito, las ollitas. Ahí nos quedamos y él le construyó otra pieza. Le pusimos sala, la anterior la pusimos de cocina. Con el tiempo ya hizo otra pieza, los servicios, el lavadero y el solar.

“En el solar hizo un tanque del tamaño de una hoja de zinc. Primero teníamos que ir a lavar a la quebrada, pero era limpia. Como era tan escasa el agua le puso el tubo y lo mantenía abierto. Por la noche era que llegaba el agua. Una vez se fue el agua quince días y yo tuve con la del tanque. Hasta la gente iba a recoger a ese aljibe y llegaba la policía, y esas señoras insultaban, peleaban, daban golpes. Yo me levantaba a las dos de la mañana y hacía levantarse a Oziel y a Lucelly, les decía: ‘si se quieren bañar venga y levántense y luego se acuestan’. Llenábamos una caneca así grande. Y la gente que se mataba en ese aljibe. Es que no había otra agua por ahí. El municipio luego puso redes y yo dejaba eso abierto hasta que se llenaba el tanque. Teníamos marranos, había agua suficiente para mantenerlos aseaditos. Con eso nos ajustábamos. Por ahí cada tres meses estábamos vendiendo un marranito.

“A Alfredo le dio después por vender la casa. Compramos una por Paraíso, luego la vendió, la cambió por una finca, después cambió la finca por una casa en la Gran Avenida, después cambió la de la Gran Avenida por la del Barrio Central y allá vivimos tres años y ahí sí la vendió y ya estaba con sus embelecos y ya nos quedamos sin casa. Después de que él vendió eso vivimos en muchas casas arrendadas, yo ya ni me acuerdo en cuantas casas viví. No ve, fuimos a dar por allá a San Gabriel, por allá arriba, por allá casi al frente de San Antonio del Prado”.

Al igual que le pasó a mi abuelo Alfredo, la ciudad, los bares, los vicios, las prisas y la incertidumbre llenan de “embelecos” a muchos. Como dice Luigi Baquero, llegan los “desplazados a las ciudades, desorientados, perdidos, [y] se enfrentan con su pasado campesino a una realidad que no conocen”. Por eso el desarraigo no sólo se vive con el bolsillo y con el estómago, también es una ruptura con las raíces y con aquello que brinda identidad. En 1972 mi abuela y mi abuelo se divorciarían. Tuvieron que pasar años donde el trabajo duro, las ganas por salir adelante, por “sacar los muchachos adelante”, se mezclaron con la miseria, la pobreza y sus efectos.