lunes, 4 de mayo de 2009

El Palacio de los Cachivaches

Por Ricardo Zapata Lopera

Septiembre de 2008

Don Eduardo tiene a su mano todas las solteritas que quiera, pero confiesa que no se come ninguna. A sus clientes le encantan porque son originales, pareciera que tuvieran personalidad propia. Él mismo las hace, dice que tiene en el garaje de su casa tres ollas de 60 libras para hacer la crema y varios moldes para las galletas. “Si viera el amor con que las hago”, me dice, pero sólo veo el amor con que las sirve, la punta del iceberg de lo que es su rutina diaria, sin embargo, cosa suficiente para darse cuenta del sentimiento que hay detrás de su trabajo. Y la gente pareciera notarlo, casi todo el que pasa lo conoce, ciertamente es alguien con una gran tacto para las personas. “Don Eduardo, esto”, “don Eduardo, aquello”, “esa crema tan deliciosa que usted hace”, le dicen, lo saludan, se despiden. Los ingredientes de las solteritas, harina, dulce y agua, producen sus encantos.

Eduardo Santo es un barranquillero que después de un largo recorrido por Venezuela y Estados Unidos terminó viviendo en Envigado. De sus 58 años, 11 los ha dedicado a trabajar haciendo y vendiendo obleas y solteritas. Su puesto de trabajo es un pequeño carrito ambulante de madera en el parque de Envigado, cerca de la Iglesia de Santa Gertrudis y del Banco Santander de la esquina cruzando la calle. De todos los puestos ambulantes de comidas el suyo es probablemente el más limpio. Dice “Eduardoño, el rey de las obleas”, está pintado de blanco, los cortes de la madera son muy pulidos y tiene unos cajones abajo para el dinero, algunos tarros y las cosas que necesita para pasar la tarde. Las obleas y las solteritas se sirven sobre un vidrio. En él tiene todos los ingredientes perfecta y funcionalmente ordenados. A su izquierda está la coca con arequipe, al fondo otra llena de obleas. En la mitad tiene salsa de mora, lecherita, crema de leche, queso rallado y chispitas dulces. A su derecha están las solteritas y la crema en un pote redondo y grande. Hay un espacio vacío entre él y las salsas que le sirve para preparar las cosas.

La primera vez que lo conocí casualmente estaba buscando historias que me revelaran algo sobre este valle. Me dije a mi mismo que podía empezar por saborearme mi tierra y una solterita parecía la mejor opción. “Solteritas a mil”. Me impresionó lo sistemático que fue para ponerle crema. Después me di cuenta de que siempre las untaba de la misma forma y con la misma cantidad.

Mientras comía, don Eduardo estuvo hablando con varias personas. Los comerciantes del parque se conocen y se colaboran. Las personas que pasan a diario por el lugar igualmente los conocen, son clientes y amigos. “Hay una nueva ley para los problema de pensión”, le contaba una mujer. “Vinieron del municipio disque a pedirme el recibo del impuesto. ¿Por allá no llegaron?”, decía después de que la mujer se había ido. “¡Pero la gente está jodiendo en forma!”, le respondió, quejándose, la chocoana del puesto de crispetas del frente.

Hubo ciertos problemas y don Eduardo se fue del lugar. Dejó su puesto sólo. Regresó después de unos minutos y fue a hacer unas llamadas en los teléfonos públicos que están detrás del carro de crispetas de la chocoana. Luego se volvió a ir. Pasaron los minutos. Ya en ese momento yo había sacado un libro de Pérez-Reverte, leí varios capítulos. Mientras tanto la vida en el parque continuaba: los jubilados de la tarde poco a poco se marchaban, el día se oscurecía y con él los colores chillones de las vestimentas de los jóvenes plagaban los rincones opacos de las calles envigadeñas, atrás pasaba un carro de publicidad con una modelo luciendo un pequeño traje de baño y una música electrónica a todo volumen, un pelado repetía “me colabora con galleticas”, pero nadie le compraba, su cara de angustia lo reflejaba y ya no sabía para donde coger. Ya de noche volvió don Eduardo.

Cuando entra la noche el parque evoluciona, las viejas generaciones se van a dormir y las nuevas llegan a descansar de la rutina de la tarde. Se sientan a hablar, comen de la chatarra que venden y toman algo en los bares de los alrededores. La cercanía y el tejido que se arma cuando hay muchos jubilados poco a poco de deshila, lentamente entran individuos autónomos, profesionales ocupados, gente más de esta época, y cualquier vendedor de galletas que nadie le compra se ve extraviado.

Aquella tarde que conocí a don Eduardo venía de caminar por las cercanías del parque. Estuve cerca de la plaza de mercado, el antiguo centro de encuentro de mercaderes y consumidores, restos de pueblo que todavía conserva Envigado, pero que desafortunadamente el 1 de mayo de 2008 se quemó por un corto circuito y más de la mitad de los locales resultaron afectados. Hoy, una porción de la plaza permanece funcionando, pero detrás de todos los locales hay un plástico grande que oculta un escenario desolador.

En la afueras de la plaza, dos cuadras al oriente del parque, hay dos portones que dan a la zona que resultó afectada. En uno de ellos cuelga una cartulina escrita a mano: “Cambio de cheques, Pedro Nel Sánchez, Salsamentería la 29”, en el otro todavía permanece la restricción de carga y descarga: “Sólo de 5am-12:30pm; 2pm-5pm”, pero ya no sirve de nada, los taxis bloquean el paso y a la carga de escombros no le preocupa ningún horario. Por dentro hay paredes raspadas, columnas desnudas, plásticos rasgados colgando de las varillas sueltas, sólo los restos de una historia compartida.

Las calles de sus alrededores están llenas de bares de tangos, fondas, billares, compraventas y restaurantes viejos. Entrar en ellos es como transportarse en el tiempo. La forma no demuestra su fondo. Quien viera las calles de su centro no creería que este es uno de los municipios con mayor calidad de vida en toda Colombia, tiene uno de los Índices de Desarrollo Humano más altos del país, no existen estratos 1 y la administración incluso anda buscando eliminar todos los estratos 2, además, las cosas le marchan tan bien, que sólo con 20% de los ingresos es capaz de funcionar, por lo que el 80% puede destinarlo a inversión social.

Pero este blanco también tiene su negro. Envigado por muchos años ha sido eje de varias de las actividades ilícitas que se mueven en el Valle de Aburrá y en Colombia. Así es como este pequeño municipio, en sus 78km2 de territorio, ha albergado nombres como Daniel Alejandro Serna, alias Kéner, Gustavo Upegui López, Daniel Alberto Mejía, Carlos Mario Aguilar, alias Rogelio, Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, y el famoso Pablo Escobar Gaviria. Detrás de estos personajes hay organizaciones como el cartel de Medellín y la famosa Oficina de Envigado.

La Redacción Judicial de El Espectador escribía el 27 de julio de 2008: “la historia de la macabra Oficina de Envigado se remonta a más de 20 años atrás. Este municipio fue el fortín del capo de capos Pablo Escobar Gaviria, quien a partir de 1983, cuando estalló la guerra contra el Estado, organizó un esquema clandestino para cobrar ‘tributos’ a todos los negocios informales o ilícitos de varios municipios del Valle de Aburrá. Los expendios de droga, las empresas de chance, las organizaciones de vigilancia privada, la economía derivada de actividades ilícitas, la prostitución y el comercio ilegal de gasolina, todos aportaban al cartel de Medellín…Pero a [la muerte de Pablo Escobar], alguien tenía que quedar al frente del negocio ilícito, y el hombre fue Don Berna, y la estructura para sostener el poder económico era la Oficina de Envigado. Esta última siguió siendo la fuente financiera del narcotráfico, la casa matriz de las extorsiones, los asesinatos y los controles al mundo informal del Valle de Aburrá”.

“Esto por aquí es muy calmado, la gente es muy tranquila”, confiesa don Eduardo, aún después de vivir 15 años en Envigado. Pareciera que ni las bandas, ni la Oficina, ni la violencia tocaran a la gente del común. “Sí, es verdad que hay cosas raras por ahí, pero no todos andan en eso. La gente normal es tranquilita”. Él está contento, vive una vida con sus propias luchas y sus propios éxitos.

Su familia es uno de los más grandes orgullos que tiene. Su esposa trabaja en el Hospital Manuel Uribe Ángel y algunos días le toca trasnochar muy duro, pero le gusta el trabajo. El hijo mayor ya terminó negocios internacionales, trabaja en una empresa multinacional y está estudiando una maestría en una de las mejores universidades de Medellín. Tiene una hija que está en quinto semestre de negocios internacionales.

“A mí me tocó empezar sólo, yo me fui de la casa a los 16 años, no a vagar por ahí sino a terminar mi bachillerato y a trabajar. Solito me fui haciendo la vida, no tengo títulos pero siempre he creído que hay que hacer las cosas bien y con bien, y mantenerse alejado de lo malo”. Desde que tomó la vida en sus manos, don Eduardo ha sido una persona conservadora. Se ha atenido a lo que considera recto, no le gustan las cosas artificiales ni lo anti-natural. En algún momento dos mujeres le compraron unas obleas. “Esas dos son lesbianas”, me dijo cuando se habían ido, “a mí eso como que no…usted sabe, lo que no es natural no me cuadra. Por ejemplo, esas cirugías no me agradan. O qué me dice del condón, cuando se usa no es lo mismo, porque no es natural. Las cosas son como son, por algo están hechas así”.

Nuestra conversación tiene fondo musical. Desde que empezamos a hablar la iglesia expedía sus ecos religiosos. Una anciana rezaba el Rosario con la musicalidad propia de quien lo ha hecho por años y los feligreses respondían como un coro seco pero firme. Luego era la radio del vendedor de atrás quien nos imponía el ritmo, sólo que esta vez uno distorsionado, con sabor a tangos y rancheras viejas, como el que se oye en los billares llenos de jubilados, los portales del tiempo. Pero a las 7:30pm él ya se va y nos deja a la merced del bullicio del parque y de la música seca de los bares de los alrededores.

“La música es de esas cosas que más me gustan. Sobre todo la viejita: Nino Bravo, Javier Solís, Jorge Negrete… ¿conoce al gigante de la canción? Nelson Ned, ah, ¡me encanta! También Nelson Enrique, Corralito Ochoa, Alfredo Gutiérrez, Lisandro Mesa, todos esos son muy buenos. En mi casa tengo colección, pero de los Long Play, los grandes, y tengo un tocadiscos para oírlos”. La música es una de sus grandes pasiones y una de sus grandes nostalgias. “Yo viví en Nueva York a principios de los ochentas. En esa época se bailaba mucha salsa. Yo acostumbraba a bailar mucho porque entre latinos uno no se aburre, así digan que por allá es muy frio”.

Después de un tiempo solo en Estados Unidos, trabajando para sostener a su familia que vivía en Colombia, don Eduardo regresó al país. Terminó viviendo en Envigado porque la familia de su esposa es paisa y poco a poco se fue mudando a la ciudad. Probablemente vieron lo que alguna vez vio el filósofo de Otra Parte en sus contemplaciones por las calles y quebradas del pueblo de aquel entonces: “Lo mejor del Valle del río Aburrá, para el alma pasional, la mente y el espíritu, es Envigado, porque es un descanso que va formando suavemente la cordillera de ancha presencia de Las Palmas, al descender hasta el mirador sobre el valle del río, al Oeste, en donde están las Hermanas y las fincas y casonas de los Boteros y de los Jaramillos”.

A los jubilados le gusta pasar sus tardes por el parque; leen, hacen chistes, juegan interminables carambolas, comentan de política, de lo mal que va el país, de las nuevas generaciones, recuerdan sus viejos tiempos. El parque es suyo por unas horas y no dejan pasar ningún día para aprovecharlo.

Los jóvenes y algunos viejos se toman no sólo el parque sino todo el centro por las noches, especialmente los fines de semana. La rumba cada vez es más fuerte, más fina. Ya hay una calle, detrás del edificio de la alcaldía, que algunos llaman la zona rosa. Algunos de los que frecuentan esos lugares y algunos dueños de esos locales son partes de esa red de narcotráfico y crimen que se mueve por debajo, ya sin cabecillas visibles, pero que cada vez pareciera ser más grande.

La gente todavía se pasea por la calles sin miedos. Algunos dicen que es la mafia quien no deja que roben ni pase nada, otros le dan el mérito a la policía, al tránsito y a las instituciones. Algo pasa en esta ciudad, algo hace que sea “el mejor vividero de Colombia”, como dicen sus habitantes.

Don Eduardo por las mañanas prepara todos sus productos: solteritas, la crema y el arequipe para la obleas. Vende al por mayor en algunos locales de la plaza de mercado y a otros clientes. En las tardes se va a vender al parque. Cuando termina camina a su casa a cuatro cuadras del lugar, goza de una historia construida con trabajo y honradez. Su rostro no oculta el orgullo de sentir que hizo las cosas bien, mientras poco a poco se construye su palacio con los cachivaches que la vida le arroja, cosas que para el alma propia son pilares del sentido verdadero.

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